
Scuola de San Giorgio degli Schiavoni. (Escuela Dálmata de los Santos Jorge y Trifón, Giorgio e Trifone) Venecia
Ante diem quintum Idus Iunias: Festum Iovis Pistoris, Vestalia
El domingo está cerrada. Hay que esperar al lunes llegando desde el Palazzo Grimani, callejeando entre los canales. Se llega por la fondamenta, ese extraño nombre que tienen las “aceras” que bordean los canales. O se ve la fachada entera de forma oblicua o se ve, como en la foto, con su fachada en parte tapada. Esas son las perspectivas de Venecia. En Venecia no hay calles rectas, ni avenidas. Prácticamente el único lugar en tierra con amplias perspectivas es la Piazza San Marco.
No es un edificio grande, pero los arquitectos renacentistas y barrocos sabían mucho de fachadas. La scuola tiene la misma estructura que las otras que hay en la ciudad. La reglamentación de la República era clara y no se la saltaban: una sala terrena, y otra en el primer piso con otra sala adyacente. Se abre la puerta, y sin vestíbulo, se entra directamente en la sala terrena. Sorprende lo pequeña que es, la fachada da la impresión que será más grande. Casi siempre ocurre así cuando lo que está detrás de la fachada es pequeño. Se entra en la sala oscura, casi tropezando con los bancos de madera y a la derecha, está. No lo esperaba ver tan pronto. Es de sus pinturas la que prefiero, pero también están las otras dos, las que fueron mi primer San Jorge en el arte.
Es un pintor extraño del que se sabe poco. Casi toda su obra, al menos la más importante está en Venecia. Johannes Wilde lo deja de lado en su estudio de la pintura veneciana y lo califica de pintor provinciano. Nunca tuvo la fama de los florentinos del Quattrocento, sin embargo es quizá el primer veduttista de Venecia, tres siglos antes de que pinten la ciudad Canaletto y Guardi.
Cuando se entra en la penumbra de la sala terrena de la Scuola de San Giorgio degli Schiavoni, o la Escuela Dálmata de los Santos Jorge y Trifón, se está ante una de las pocas scuole que subsisten como tales y que mantienen su sede íntegra. Las scuole eran unas instituciones específicamente venecianas, cofradías de laicos que bajo la protección de un santo patrón tenían una red de caridad, ayuda, hospitales y en el caso de extranjeros, en una ciudad que rebosaba de ellos, les proporcionaba un sentimiento de pertenencia, el sentir que no estaban solos y podrían recibir ayuda de sus compatriotas. No era esta la scuola más rica, no es comparable a las ricas y poderosas Scuole Grandi, pero logró que uno de los pintores más famosos del momento decorara su sala terrena.
Sin embargo la decoración de esta sala que dista de ser grande es heterogénea: historias de San Jorge, San Trifón, un santo niño, San Jerónimo y por último, San Agustín. Todas estas obras, unas más que otras, las había ido viendo a lo largo de los años, en libros primero, en internet después. Primero fue el San Jorge, con su armadura negra de acero pavonado, pocos tan dinámicos en el ataque del monstruo. La princesa en segundo plano a la derecha, quieta y esperando, no encadenada. Pero fue este San Jorge quien me hizo atar cabos en mis primeras lecturas casi infantiles todavía de la mitología clásica. La escena y la historia se parecían demasiado a la de Perseo y Andrómeda. La historia de San Jorge continúa después y fue mártir, pero qué poco ha interesado al arte esa parte. Para San Jorge y la princesa ya no hubo un lugar en el firmamento, el cielo estaba ya ocupado cuando llegó el cristianismo y asimiló a héroes de la mitología griega.
Pero está la pintura a la derecha de la entrada, la que más me interesaba ver. Después de la heroica lucha de San Jorge con el dragón y su muerte, después de las extrañas historias del niño Trifón, y después de los curiosos episodios no habitualmente representados de la vida de San Jerónimo. Esta rareza de la Visión de San Agustín en su estudio.
La sala terrena de la scuola no es grande, sin embargo al ver este cuadro nos hace la impresión de ver una sala mayor que la de la realidad que tenemos delante. Para ser un estudio de finales del siglo XV o principios del XVI es muy espacioso. Quizá el estudio más famoso representado en el arte sea el de San Jerónimo, especialmente el de Durero, casi coetáneo. Pero desde que tuve conocimiento de la Visión de San Agustín me fascinó tanto, que ahora que lo describo para este escrito, me doy cuenta de tantas cosas de las que hay en él que han ido colonizando o mimetizándose en mis espacios de trabajo.
¿Sería así un estudio humanista de la época? Una habitación cuadrada con techo de casetones, muy grande, con las ventanas que supuestamente iluminan en la pared derecha, justo donde está la mesa. Domina el verde relajante con toques de su complementario rojo, aunque nada de eso se sabía entonces de los colores. San Agustín era obispo de Hipona y al fondo, en la hornacina donde está el altar con el Cristo resucitado, están los símbolos de su cargo, el báculo inclinado y la mitra…, sobre la mesa del altar. Quizá el santo ha llegado con prisa de alguna ceremonia y no ha encontrado mejor sitio donde dejarlo. Es su estudio particular, su casa. Hasta un santo tiene derecho al desorden. En un espacio tan amplio hay pocos muebles: un sillón, un reclinatorio. A ambos lados del altar dos armarios, el de la derecha está cerrado, pero el de la izquierda está abierto y se puede ver un estante con un facistol y varios libros. Si yo abriera un armario parecido, también a espaldas de una de mis mesas de trabajo, serían otras cosas las que habría, la tecnología de la modernidad quiero tenerla tras una puerta. Y a lo largo de toda la pared izquierda corre un estante poco profundo con libros ¿o son carpetas? Y un estante inferior con esculturas y vasijas, y un extraño candelabro con brazo de sierra que sostiene la lámpara y que también está simétricamente en la otra pared y me recuerda vagamente los candelabros de La Bella y la Bestia en la película de Jean Cocteau. Y libros por todas partes, grandes mamotretos con cierres metálicos por el suelo, una esfera armilar y libros de partituras abiertos. No asocio a San Agustín con la música, pero el primer libro enteramente impreso de música se había publicado en 1501. San Agustín no me cae especialmente simpático, aunque le debo una de las lecturas que más me han divertido de un libro de filosofía: La Ciudad de Dios. Cada uno tiene sus perversiones.
Y esa mesa tan amplia. Uno de sus apoyos son dos ménsulas en la pared, al otro lado, un elaborado trípode metálico. Qué moderna parece en su solución. Ligera visualmente, nada pesada, con el sobre de cuero verde, sujeto por clavos decorados. Como todos los que tenemos mesas grandes éstas tienen a llenarse. Varios libros amontonados a la derecha, pero la zona de trabajo despejada, el libro abierto y la nota en el filo, el pos-it de la época. El tintero, unas tijeras. Cuántas veces no encuentro las tijeras en el desorden de libros y papeles y hay que acudir a las que están en otra habitación, que a su vez se extraviarán también. Una campana. Y si no me equivoco, la concha de un caurí. ¿Le gustaban al modelo pintado o al pintor estas curiosidades de la naturaleza? Debo decir en mi descargo que antes de conocer este cuadro, yo amontonaba, y continúo haciéndolo, cosas semejantes, pues una lucha ha sido no convertir ciertas habitaciones o muebles en un gabinete de Historia Natural.
San Agustín está sentado en un banco, también forrado de cuero verde, a la mesa, trabajando. El libro abierto, y la carta que está escribiendo a San Jerónimo, ambos son santos escritores. La mirada queda perdida y el cálamo o la pluma en el aire, la mano sobre la mesa ¿Quién no ha tenido ese gesto mientras trabaja? Mientras se persigue una idea, una palabra, la consulta que se quiere hacer. Lo más seguro ahora es que la mano quede en el aire sin tocar el teclado y los ojos no vean lo que hay en la pantalla. La luz entra por la ventana de la derecha y crea sombras en el suelo. ¿Qué es lo que ve este San Agustín hombre de mediana edad, muy lejos todavía de la vejez de San Jerónimo? Un anuncio sobrenatural, ya no tendrá que escribirle la carta pues San Jerónimo ha muerto como se ve en el telero que precede a este en la pared.
Durante años leí que el San Agustín de la Scuola de San Giorgio degli Schiavoni era un retrato del cardenal Besarión, personaje hoy quizá olvidado entre otros nombres que han saltado con más suerte a los libros de divulgación, pero que luchó por la unión de las Iglesias Católica y Ortodoxa para salvar Constantinopla. Constantinopla cayó, pero la labor de Besarión por salvar la cultura de la Grecia de la Antigüedad fue importantísima. Recogiendo todos los libros que pudo de las zonas no tomadas aún por los turcos y salvando bibliotecas. Su biblioteca fue la más importante de la época en cultura griega y al morir, la dejó a la ciudad de Venecia, la república que había herido de muerte a Constantinopla en 1204, siendo el origen de la Biblioteca Marciana. Sin Basilio Besarión, no habría sido posible el Humanismo y el Renacimiento como lo conocemos.
En esta sala terrena las identidades se confunden. El rubio San Jorge, cristianización de Perseo, un San Agustín que nunca supo griego usando la apariencia del helenista Cardenal Besarión.., o no al parecer. Besarión es el personaje de perfil con capucha, a la izquierda, en el telero de la muerte de San Jerónimo. La identificación con la que me he encontrado cuando me puse a comprobar datos para este escrito sobre el espacio de un estudio humanista, apunta a que el personaje que presta sus rasgos a San Agustín no es Besarión, sino el obispo Angelo Leontino, legado apostólico en Venecia, que en 1502 donaba a la Scuola de San Giorgio una reliquia de San Jorge y le asignaba una importante y remunerativa indulgencia.
Pero hay otro personaje en este cuadro, que no aparece en ningún otro de los teleri de la sala. El perrito blanco, sentado, atento, que mira a San Agustín. Conozco esa mirada, también en una bola blanca que espera mientras trabajo, aunque no sea un chucho sino un minino. Será educada, pero pronto será impaciente: quiero salir, juega conmigo, sabes que ya es hora de comer… Y habrá controversias sobre la identidad de San Agustín-Besarión-Leontino, pero yo sé quién es ese perrito. Es el mismo que aparece en una góndola, pintado seis años antes en El Milagro de la Santa Cruz en el Puente de Rialto, para la Scuola de San Giovanni Evangelista y que hoy está en las Gallerie dell’Accademia. Ningún estudio, ni de trabajo erudito, ni el taller de un pintor, pueden estar faltos de esa presencia animal que te baja de las alturas a la tierra. Estoy segura que Vittore Carpaccio quiso darle a su mascota la inmortalidad reservada a los santos que pintó para la Scuola.