Antonello da Messina. San Jerónimo en su estudio 1474-1475. National Galley, Londres
Ante diem quintum decimum Kalendas Iulias
Tentaciones ante el escritorio. Tentaciones cuando se llevan horas ante los papeles, cuando los dedos y hasta el antebrazo de manchan de tinta, cuando por más que pasen las horas el trabajo apenas disminuye. Cuando solo desplegando las pestañas del navegador puedes ceder a la tentación y ausentarte de lo que estás haciendo por obligación, que tiene una fecha fija de término y no es demorable.
¿Sentiría algo así el San Jerónimo de Antonello da Messina? Entre tantas representaciones que hay de este santo no especialmente simpático, me quedo entre todas con esta. Con esta y con las otras dos que aparecerán en la entrada. Qué nórdica es esta pequeña tabla y a la vez tiene un indefinible aire mediterráneo, no sé si por el fresco suelo de baldosas vidriadas. El pintor siciliano que conoció la obra de Jan van Eyck, que introdujo la técnica de la pintura al óleo en Italia. Quizá pintó este cuadro en Venecia. El estudio de San Jerónimo se adelantó en treinta años al de San Agustín de Vittore Carpaccio.
La vida en otras épocas sería más sencilla para quien trabaja entre los libros, pero no dejaron de existir las distracciones y la tentación de abandonar el trabajo, de vagabundear por otras páginas. La labor de San Jerónimo fue ardua, pues consagró su vida a la traducción de la Biblia al latín, la Vulgata. Muchos siglos después, cuando Antonello de Mesina lo pintaba en su estudio y Carpaccio pintaba a San Agustín en el momento de escribirle una carta, la Vulgata ya no era la Biblia que podía entender el pueblo.
De la inmensa iconografía de San Jerónimo me gusta especialmente este cuadro, tan sereno, con sus pequeños detalles. El león entra por la derecha, pero el gato, menos exigente que mis gatas que saltan sobre el teclado y se frotan contra el monitor, está tranquilo a los pies de escritorio. Una estructura de madera donde está la mesa, las estanterías, todo ello dentro de un recinto de piedra más grande. No es recurso teatral del pintor. Las grandes salas de las abadías solían tener estas divisiones internas en madera, no solo por preservar una privacidad que entonces aún no existía, sino para poder calentar el recinto en los días fríos del invierno.
Sí, San Jerónimo, patrón de los traductores, de los estudiosos, es un santo que sufrió tentaciones, pero para tentaciones tradicionales mejor irse a las de San Antonio. Hay muchas pinturas sobre San Jerónimo haciendo penitencia e incluso siendo tentado. Lo representan anciano porque logró la proeza en su tiempo llegar a octogenario. Pero esas tentaciones las tendría siendo joven, pues dudo que cierto tipo de tentaciones sirvan de algo a las tentadoras cuando el tentado ha alcanzado tantos años. Creo que las tentaciones de San Jerónimo, gran erudito, serían otras. Hay dos curiosos cuadros donde San Jerónimo cambia. Están en el Monasterio de Guadalupe, en Cáceres y no hay muchas imágenes de ellos, ni siquiera la Web Gallery of Art las tiene. Uno lo conocí siendo estudiante y cuando lo vi en la diapositiva, mis compañeros y yo no pudimos evitar una sonrisa. El otro no lo vi hasta años más tarde, cuando visité el monasterio y el guía de las salas metía prisa al grupo, hasta que protesté. Alguien tiene que ir de malo y plantarse. Pero al menos pude ver tranquilamente los cuadros de Francisco de Zurbarán. No se recorren 750 Km. para marcharse en cinco minutos.
Franciso de Zurbarán: San Jerónimo flagelado por los ángeles, 1639. Monasterio de Guadalupe
Es increíble como los dos ángeles descargan los golpes sobre la espalda del único San Jerónimo que conozco que no es viejo, sino joven, con todo su pelo negro. Hay una tentación que tenía San Jerónimo, que le desviaba de los escritos sagrados que debía leer, estudiar, quizá hasta de su trabajo de traductor. Y fue castigado. Castigado porque le gustaba demasiado Cicerón. No se puede tener nostalgia en la lengua hablada del siglo IV, cuando el latín degeneraba hacia lo que serían las lenguas romances, de la elegancia de los escritores del siglo I a. C., paganos además.
Para un San Jerónimo que es castigado ante Cristo por los ángeles no podía haber tentaciones vulgares. Si alguien tiene arrepentimientos por sus pecados de tipo literario y cultural merece tentaciones especiales. Pareja de este cuadro es ya un San Jerónimo viejo, delgadísimo y demacrado, con su libro y su calavera, con sus instrumentos de trabajo. ¿Acaso no tendría un momento de desánimo? ¿Un lapsus calami? ¿No se cansaría de las listas interminables de los patriarcas? También hay que parar a veces. Yo creo que los mismos ángeles que con tanta energía le daban zurriagazos se apiadaron de él esta vez y le mandaron ellos mismos la tentación. A fin de cuentas creo que solo querían que descansara un rato y escuchara.
Franciso de Zurbarán: Tentaciones de San Jerónimo, 1639. Monasterio de Guadalupe
Alonso Mudarra (c.1510 – 1580) Fantasía que contrahaze la harpa en la manera de Luduvico.
Luis de Milán (c.1500 – c.1561) Divisiones y Paradetas, improvisaciones sobre Diego Ortiz.
Fuente de las imágenes de Guadalupe: The Yorck Project: 10.000 Meisterwerke der Malerei. DVD-ROM, 2002. ISBN 3936122202. Distributed by DIRECTMEDIA Publishing GmbH
Scuola de San Giorgio degli Schiavoni. (Escuela Dálmata de los Santos Jorge y Trifón, Giorgio e Trifone) Venecia
Ante diem quintum Idus Iunias: Festum Iovis Pistoris, Vestalia
El domingo está cerrada. Hay que esperar al lunes llegando desde el Palazzo Grimani, callejeando entre los canales. Se llega por la fondamenta, ese extraño nombre que tienen las “aceras” que bordean los canales. O se ve la fachada entera de forma oblicua o se ve, como en la foto, con su fachada en parte tapada. Esas son las perspectivas de Venecia. En Venecia no hay calles rectas, ni avenidas. Prácticamente el único lugar en tierra con amplias perspectivas es la Piazza San Marco.
No es un edificio grande, pero los arquitectos renacentistas y barrocos sabían mucho de fachadas. La scuola tiene la misma estructura que las otras que hay en la ciudad. La reglamentación de la República era clara y no se la saltaban: una sala terrena, y otra en el primer piso con otra sala adyacente. Se abre la puerta, y sin vestíbulo, se entra directamente en la sala terrena. Sorprende lo pequeña que es, la fachada da la impresión que será más grande. Casi siempre ocurre así cuando lo que está detrás de la fachada es pequeño. Se entra en la sala oscura, casi tropezando con los bancos de madera y a la derecha, está. No lo esperaba ver tan pronto. Es de sus pinturas la que prefiero, pero también están las otras dos, las que fueron mi primer San Jorge en el arte.
Vittore Carpaccio. San Jorge y el dragón. 1502
Es un pintor extraño del que se sabe poco. Casi toda su obra, al menos la más importante está en Venecia. Johannes Wilde lo deja de lado en su estudio de la pintura veneciana y lo califica de pintor provinciano. Nunca tuvo la fama de los florentinos del Quattrocento, sin embargo es quizá el primer veduttista de Venecia, tres siglos antes de que pinten la ciudad Canaletto y Guardi.
Cuando se entra en la penumbra de la sala terrena de la Scuola de San Giorgio degli Schiavoni, o la Escuela Dálmata de los Santos Jorge y Trifón, se está ante una de las pocas scuole que subsisten como tales y que mantienen su sede íntegra. Las scuole eran unas instituciones específicamente venecianas, cofradías de laicos que bajo la protección de un santo patrón tenían una red de caridad, ayuda, hospitales y en el caso de extranjeros, en una ciudad que rebosaba de ellos, les proporcionaba un sentimiento de pertenencia, el sentir que no estaban solos y podrían recibir ayuda de sus compatriotas. No era esta la scuola más rica, no es comparable a las ricas y poderosas Scuole Grandi, pero logró que uno de los pintores más famosos del momento decorara su sala terrena.
Sin embargo la decoración de esta sala que dista de ser grande es heterogénea: historias de San Jorge, San Trifón, un santo niño, San Jerónimo y por último, San Agustín. Todas estas obras, unas más que otras, las había ido viendo a lo largo de los años, en libros primero, en internet después. Primero fue el San Jorge, con su armadura negra de acero pavonado, pocos tan dinámicos en el ataque del monstruo. La princesa en segundo plano a la derecha, quieta y esperando, no encadenada. Pero fue este San Jorge quien me hizo atar cabos en mis primeras lecturas casi infantiles todavía de la mitología clásica. La escena y la historia se parecían demasiado a la de Perseo y Andrómeda. La historia de San Jorge continúa después y fue mártir, pero qué poco ha interesado al arte esa parte. Para San Jorge y la princesa ya no hubo un lugar en el firmamento, el cielo estaba ya ocupado cuando llegó el cristianismo y asimiló a héroes de la mitología griega.
Pero está la pintura a la derecha de la entrada, la que más me interesaba ver. Después de la heroica lucha de San Jorge con el dragón y su muerte, después de las extrañas historias del niño Trifón, y después de los curiosos episodios no habitualmente representados de la vida de San Jerónimo. Esta rareza de la Visión de San Agustín en su estudio.
La sala terrena de la scuola no es grande, sin embargo al ver este cuadro nos hace la impresión de ver una sala mayor que la de la realidad que tenemos delante. Para ser un estudio de finales del siglo XV o principios del XVI es muy espacioso. Quizá el estudio más famoso representado en el arte sea el de San Jerónimo, especialmente el de Durero, casi coetáneo. Pero desde que tuve conocimiento de la Visión de San Agustín me fascinó tanto, que ahora que lo describo para este escrito, me doy cuenta de tantas cosas de las que hay en él que han ido colonizando o mimetizándose en mis espacios de trabajo.
Vittore Carpaccio. Visión de San Agustín 1502. Scuola di San Giorgio degli Schiavoni
¿Sería así un estudio humanista de la época? Una habitación cuadrada con techo de casetones, muy grande, con las ventanas que supuestamente iluminan en la pared derecha, justo donde está la mesa. Domina el verde relajante con toques de su complementario rojo, aunque nada de eso se sabía entonces de los colores. San Agustín era obispo de Hipona y al fondo, en la hornacina donde está el altar con el Cristo resucitado, están los símbolos de su cargo, el báculo inclinado y la mitra…, sobre la mesa del altar. Quizá el santo ha llegado con prisa de alguna ceremonia y no ha encontrado mejor sitio donde dejarlo. Es su estudio particular, su casa. Hasta un santo tiene derecho al desorden. En un espacio tan amplio hay pocos muebles: un sillón, un reclinatorio. A ambos lados del altar dos armarios, el de la derecha está cerrado, pero el de la izquierda está abierto y se puede ver un estante con un facistol y varios libros. Si yo abriera un armario parecido, también a espaldas de una de mis mesas de trabajo, serían otras cosas las que habría, la tecnología de la modernidad quiero tenerla tras una puerta. Y a lo largo de toda la pared izquierda corre un estante poco profundo con libros ¿o son carpetas? Y un estante inferior con esculturas y vasijas, y un extraño candelabro con brazo de sierra que sostiene la lámpara y que también está simétricamente en la otra pared y me recuerda vagamente los candelabros de La Bella y la Bestia en la película de Jean Cocteau. Y libros por todas partes, grandes mamotretos con cierres metálicos por el suelo, una esfera armilar y libros de partituras abiertos. No asocio a San Agustín con la música, pero el primer libro enteramente impreso de música se había publicado en 1501. San Agustín no me cae especialmente simpático, aunque le debo una de las lecturas que más me han divertido de un libro de filosofía: La Ciudad de Dios. Cada uno tiene sus perversiones.
Y esa mesa tan amplia. Uno de sus apoyos son dos ménsulas en la pared, al otro lado, un elaborado trípode metálico. Qué moderna parece en su solución. Ligera visualmente, nada pesada, con el sobre de cuero verde, sujeto por clavos decorados. Como todos los que tenemos mesas grandes éstas tienen a llenarse. Varios libros amontonados a la derecha, pero la zona de trabajo despejada, el libro abierto y la nota en el filo, el pos-it de la época. El tintero, unas tijeras. Cuántas veces no encuentro las tijeras en el desorden de libros y papeles y hay que acudir a las que están en otra habitación, que a su vez se extraviarán también. Una campana. Y si no me equivoco, la concha de un caurí. ¿Le gustaban al modelo pintado o al pintor estas curiosidades de la naturaleza? Debo decir en mi descargo que antes de conocer este cuadro, yo amontonaba, y continúo haciéndolo, cosas semejantes, pues una lucha ha sido no convertir ciertas habitaciones o muebles en un gabinete de Historia Natural.
San Agustín está sentado en un banco, también forrado de cuero verde, a la mesa, trabajando. El libro abierto, y la carta que está escribiendo a San Jerónimo, ambos son santos escritores. La mirada queda perdida y el cálamo o la pluma en el aire, la mano sobre la mesa ¿Quién no ha tenido ese gesto mientras trabaja? Mientras se persigue una idea, una palabra, la consulta que se quiere hacer. Lo más seguro ahora es que la mano quede en el aire sin tocar el teclado y los ojos no vean lo que hay en la pantalla. La luz entra por la ventana de la derecha y crea sombras en el suelo. ¿Qué es lo que ve este San Agustín hombre de mediana edad, muy lejos todavía de la vejez de San Jerónimo? Un anuncio sobrenatural, ya no tendrá que escribirle la carta pues San Jerónimo ha muerto como se ve en el telero que precede a este en la pared.
Durante años leí que el San Agustín de la Scuola de San Giorgio degli Schiavoni era un retrato del cardenal Besarión, personaje hoy quizá olvidado entre otros nombres que han saltado con más suerte a los libros de divulgación, pero que luchó por la unión de las Iglesias Católica y Ortodoxa para salvar Constantinopla. Constantinopla cayó, pero la labor de Besarión por salvar la cultura de la Grecia de la Antigüedad fue importantísima. Recogiendo todos los libros que pudo de las zonas no tomadas aún por los turcos y salvando bibliotecas. Su biblioteca fue la más importante de la época en cultura griega y al morir, la dejó a la ciudad de Venecia, la república que había herido de muerte a Constantinopla en 1204, siendo el origen de la Biblioteca Marciana. Sin Basilio Besarión, no habría sido posible el Humanismo y el Renacimiento como lo conocemos.
En esta sala terrena las identidades se confunden. El rubio San Jorge, cristianización de Perseo, un San Agustín que nunca supo griego usando la apariencia del helenista Cardenal Besarión.., o no al parecer. Besarión es el personaje de perfil con capucha, a la izquierda, en el telero de la muerte de San Jerónimo. La identificación con la que me he encontrado cuando me puse a comprobar datos para este escrito sobre el espacio de un estudio humanista, apunta a que el personaje que presta sus rasgos a San Agustín no es Besarión, sino el obispo Angelo Leontino, legado apostólico en Venecia, que en 1502 donaba a la Scuola de San Giorgio una reliquia de San Jorge y le asignaba una importante y remunerativa indulgencia.
Pero hay otro personaje en este cuadro, que no aparece en ningún otro de los teleri de la sala. El perrito blanco, sentado, atento, que mira a San Agustín. Conozco esa mirada, también en una bola blanca que espera mientras trabajo, aunque no sea un chucho sino un minino. Será educada, pero pronto será impaciente: quiero salir, juega conmigo, sabes que ya es hora de comer… Y habrá controversias sobre la identidad de San Agustín-Besarión-Leontino, pero yo sé quién es ese perrito. Es el mismo que aparece en una góndola, pintado seis años antes en El Milagro de la Santa Cruz en el Puente de Rialto, para la Scuola de San Giovanni Evangelista y que hoy está en las Gallerie dell’Accademia. Ningún estudio, ni de trabajo erudito, ni el taller de un pintor, pueden estar faltos de esa presencia animal que te baja de las alturas a la tierra. Estoy segura que Vittore Carpaccio quiso darle a su mascota la inmortalidad reservada a los santos que pintó para la Scuola.
Detalle de Milagro de la Cruz en el Puente de Rialto
A un tiro largo de piedra de Piazza Navona, vecina a esa maravilla desconocida, ignorada por las hordas de turistas, donde en el Trono Ludovisi, Afrodita nace de la espuma o donde Perséfone renace en la primavera en una solitaria sala del Palazzo Altemps, está una de las casas – museo más fascinantes de Roma. La casa – museo de Mario Praz, que vivió en ella desde 1969 hasta su muerte en 1982.
En Via Zanardelli, 1, Palazzo Primoli, en cuyos bajos está el Museo Napoleónico, hay una gran puerta de hierro y se entra en un vestíbulo en penumbra donde tras un viejo escritorio, una señora anciana, cada vez más pequeña, con una voz cada vez más tenue, me comunica que espere un poco, hasta que sea la hora de visita o que venga algún visitante más. Nos podemos sentar en algunos de los asientos, un viejo sofá, unos pequeños sillones de terciopelo con el asiento desfondado, y vemos que el vestíbulo da al piano nobile del edificio, donde por una puerta podemos ver una gran biblioteca, la que fue la auténtica biblioteca de Mario Praz.
Con su vocecita cuenta que ella fue alumna de Praz y pregunta si lo conozco, si lo conocemos, si hay alguien más. No creo que la casa tenga gran cantidad de visitantes, la he visitado tres veces en poco tiempo, unos tres años…, la señora no se acuerda desde luego de esa española que con su terrible acento le dice que ha leído La Casa della Vita, La filosofia dell’arrendeamento, La carne, la muerte y el diablo en la literatura romántica, libro que fue para mí, durante años, una de mis bibliografías fantasma…
Pasa un tiempo no muy largo y llama por teléfono, subo por un ascensor adosado al muro de un patio de luces. En el tercer piso alguien abre una puerta y entro en un vestíbulo, sus paredes cubiertas de cuadros de suelo a techo, un techo de más de tres metros…, aquí es donde están las únicas obras modernas de la casa, como una pequeña esfinge de Leonor Fini en marco dorado…, y uno de los retratos de Mario Praz en la cincuentena.
El piso, enorme casi 300 m2, carece prácticamente de pasillos, y pasa de una habitación a otra cruzándolas, incluyendo los dormitorios. En un horror vacui ordenado se van viendo las inmensas estanterías Regency ahora casi vacías, la librería blanca del salón con el sofá cuya tapicería bordó el propio Praz y que acarreó un desprecio conyugal, la gran mesa de escritorio, los instrumentos musicales que coleccionaba por belleza, no porque tocara ninguno, las cortinas que mandó hacer y que tanto le costó encontrar la tela y una casa que supiera confeccionarlas. Las dos camas Imperio, lit en bateau, de su dormitorio y el de su hija, que ya no vivió en esa casa, como en esa cuna no durmió ningún bebé desde hace casi doscientos años.
Y los cuadros, todos obras anónimas. Paisajes con figuras neoclásicos, retratos de desconocidos casi todos, es una excepción Ugo Foscolo, tras el escritorio, y sobre todo ese género de pintura que desapareció con la llegada de la fotografía, que Praz llamó conversation piece, y al que dedica páginas tanto en La Casa de la Vida, como en sus artículos sobre el arte de la época.
A pesar de la acumulación de objetos, lo extravagante y curioso de algunos, como la colección de mármoles rusos, los abanicos, los relieves en cera o los collages con los retratos papales, la casa es un conjunto armónico. Praz no vivió siempre en el tercer piso del Palazzo Primoli en Via Zanardelli. A su llegada a Roma en 1934, cuando se hizo cargo de la cátedra en La Sapienza, Mario Praz y su esposa inglesa alquilaron un inmenso apartamento de más de 500 m2 en el Palazzo Ricci, en Via Giulia, allí vivió Praz hasta 1968 en que la venta del palacio le obligó a trasladarse con sus muebles al “pequeño” apartamento de Via Zanardelli.
A los dieciséis años Praz se convierte en coleccionista, cuando su padrastro, con el que no se llevaba bien, le regala una cómoda estilo imperio de caoba. Deseando armonizar el resto de los muebles del dormitorio comienza comprar muebles y objetos estilo imperio y del posterior estilo biedermaier, ambos dentro de la corriente del estilo neoclásico.
En 1960 Praz publicó un libro fascinante, La Casa della Vita, unas memorias atípicas que parten de cada habitación de la casa de Via Giulia, y en que cada objeto tiene su historia, no sólo la historia del mueble, el cuadro, la escultura o la porcelana, sino lo que ese objeto evoca en la vida de Mario Praz, que por medio de los objetos nos cuenta su vida y la de su familia, su infancia y adolescencia en Florencia, los años de juventud en Inglaterra, la vida en Roma durante la Segunda Guerra Mundial, sus trabajos y sus amores, el fracaso de su matrimonio. Todo en un ir y venir de objetos, de muebles, de libros…, el hombre pasa, pero el mueble permanece.
Recorriendo las habitaciones del piso de Via Zanardelli, llama la atención los pocos armarios para guardar ropa que hay en oposición a otros muebles. Algo que siempre me han dicho las tres veces que he visitado la casa es que Praz salía muy poco de casa. En su época activa como profesor de universidad, todavía en Via Giulia, salía para trabajar y para los viajes. Ya jubilado, en Via Zanardelli, apenas salía. Un matrimonio fallido, una hija que no vivió con él, y una fama de portador de desgracias, Praz se convirtió en el Profesor, il innominabile, el innombrable, el gafe…, todo esto creó una terrible soledad. En esa situación Praz, como tantos solitarios, se refugió en la disciplina férrea del trabajo, rodeado de la vida callada de las cosas y su mudo acompañamiento. Un habitante del ocaso, dedicado a su trabajo, sus densos libros en que agotaba el tema objeto de investigación, escribiendo miles de artículos sobre arte y sobre literatura, él que fue uno de los mayores estudiosos de la cultura europea, tendiendo puentes entre las diferentes disciplinas, un buscador de intercambios entre las artes, y que dio importancia a un estilo despreciado como el neoclásico.
Avanzamos por la casa hasta llegar a otra puerta diferente de por donde entramos, allí al final en un vestíbulo más frío que el del inicio, en las pareces atestadas de cuadros otro de retrato de Mario Praz, ya viejo, coronado de laurel, con la frase: et in Arcadia ego.
La Casa Museo Mario Praz, se encuentra en Via Zanardelli 1 – 00186 Roma. La entrada es gratuita, pero hay que esperar a las horas determinadas de visita.
Para saber más sobre la casa recomiendo leer:
La Casa de la Vida, Random House Mondadori. 2004, colección Debolsillo, nº 94.
Luchino Visconti en 1974 dirigió una película Gruppo di famiglia in un interno, titulada en España Confidencias y en otros países Conversation piece, en que el protagonista, el Profesor, interpretado por Burt Lancaster está inspirado en Mario Praz.