Evaristo Baschenis. Naturaleza muerta con instrumentos musicales, c. 1650 Accademia Carrara di Belle Arti di Bergamo
Ante diem sextum Idus Iunias: Festum Mentis et Intellectus
Es una pintura con la que de nuevo me encuentro en un dilema: no sé cómo llamarla en español. Para los que me leen ya saben mi rechazo al término “naturaleza muerta”, término que viene del francés y que en nada hace justicia a una obra como esta. Y la denominación española de “bodegón” tampoco es adecuada. Ni hay nada muerto en ella, ni tampoco nada que pueda estar en una despensa o bodega. De nuevo el término holandés es el adecuado: “stilleven”, vida quieta. Pero a este cuadro le va mucho mejor la primera traducción, errónea, que hice del término en el Rijksmuseum de Ámsterdam: vida silenciosa.
Se sabe relativamente poco de este pintor bergamasco que parece ser el inventor del stilleven o still life de instrumentos musicales. Sus obras son bastante desconocidas, excepto en las carátulas de Cds. Están en colecciones particulares o en museos de provincias italianos, aunque ya quisiera yo que en nuestra geografía hubiera semejante provincianismo. Yo he podido ver un cuadro suyo hace unos años en el Museo de Bellas Arte de Bruselas. Hay otros pintores, muchos, holandeses del siglo XVII, que ponen instrumentos musicales en sus stilleven, pero suelen estar mezclados con otros objetos. Y en el barroco, incluso en la civil y casi laica Holanda, nada es lo que parece. El realismo es un falso realismo, tiene mucho de trascendente, de significados alegóricos. Todas las pinturas con instrumentos musicales aluden al sentido del oído, considerado el más noble después de la vista en la jerarquía de la época. Pero también aluden a la vanidad o el transcurso inexorable del tiempo.
La pintura de Evaristo Baschenis me sirve para contar una historia que recordé hace unos días, a partir del video que aparece en la entrada. Porque aunque la historia es musical, las entradas de este blog no pueden carecer de imagen y esta imagen es la adecuada, aunque nunca la haya visto personalmente. Tenemos una mesa con un mantel gris, ningún stilleven que se precie puede carecer de ella porque los objetos han de estar colocados o apoyados en una superficie horizontal. En el centro, la gaveta negra donde se guardan las partituras. Apoyada en la mesa vemos el final del mástil con el clavijero de una viola da gamba. Tres laúdes de diferente tamaño, en tres posiciones distintas: lateral, boca abajo y con las cuerdas hacia arriba. El de más a la izquierda tiene una cinta rosa que serviría para que el intérprete lo sujetara mejor, como puesto en bandolera. Es el más grande y posiblemente es una tiorba. El otro laúd de tamaño grande está boca abajo. Vemos su caja hecha de finas láminas de madera de dos colores. Evaristo Baschenis pinta la caja curva de colores castaños donde la luz resbala, y apoyado en la gaveta, un laúd más pequeño, una mandolina o su inmediato antepasado.
Pero sobre la gaveta de partituras hay otro instrumento al que vemos en escorzo, con un punto de vista muy bajo pues nuestra mirada está justo en el puente. También en cálidos tonos castaños, iluminado por la luz dorada tenemos un violín con su arco. Es un violín Amati. La familia Amati de Cremona inventó el violín moderno. Evaristo Baschenis vivía y trabajaba precisamente en la región de Europa donde se fabricaban los mejores instrumentos de cuerda. El pintor se recrea en la superficie pulida de las maderas, en los clavijeros, en la tensión de las cuerdas. Se ha dicho que sus pinturas son los retratos de esos maravillosos y perfectos instrumentos de cuerda. Retratos de cosas, de alguno de los mejores inventos de la mente humana.
Hagamos un esfuerzo de imaginación, que no tiene porqué ser muy grande, y hagamos oír en nuestra mente como podrían sonar estos instrumentos del cuadro. Vámonos setenta años más tarde, hacia 1720. Los cinco instrumentos del cuadro podrían existir todavía, dado que hoy existen y se tocan violines Amati. Vamos a la obra de un compositor alemán que conocía perfectamente y amaba la música italiana de su tiempo. Imaginemos como sonaría el laúd que está boca abajo con su caja de finas láminas, en la Chacona de la Partita nº2 BWV 1004 de Johann Sebastián Bach. Creo que ese laúd podría sonar como este:
Es una obra hermosísima, sin embargo la primera vez que yo la escuché, que fue en vivo, no sólo no me gustó nada sino que la consideré una auténtica tortura. No comprendía que Johann Sebastián Bach me hubiera podido hacer, porque me lo tomé por lo personal, pues la adolescencia tiene esas tonterías, una cosa así.
Quizá yo debería aclarar una cosa que puede sorprender a quien lea habitualmente este blog: yo provengo de un ambiente cero musical. Y cuando digo cero es cero, pues por no haber no había ni música ligera o pop excepto la que aparecía en televisión o se podía escuchar esporádicamente en la radio, pues en mi casa no se ponían tampoco las emisoras musicales en lo poco que se ponía la radio. Si yo me aficioné a la música, a esta música mal llamada clásica, es porque en lo que era la enseñanza secundaria de mi época adolescente existía una asignatura en primer curso, mal llamada “Música”. No era música en abstracto ni había enseñanzas musicales, la asignatura trataba de Historia de la Música. Se comenzaba por el epitafio de Seikilos, se continuaba con el canto mozárabe y se llegaba a Karlheinz Stockhausen. Sin concesiones ni tonterías pedagógicas. Hoy puede haber quien considere esta situación aberrante, yo sin embargo agradezco profundamente que fuera así. Si en “Música” me llegan a poner la canción de moda del momento nunca me habrá acercado a ella estoy casi segura. Eso era algo que tenía fuera del instituto y no necesitaba clases para ello. Lo mismo pasaba con el cine. Lo que me enseñaron y con lo que se despertó mi curiosidad fue con la otra música, porque salvo un interés que ya tenía por La Flauta Mágica de Mozart, que había visto en un programa infantil o alguna pieza pequeña como Para Elisa, la música clásica era terra incognita. Pero la asignatura, nefanda palabra, de “Música” fue mi brújula.
Yo vivo ahora en el Jardín de las Hespérides, pero cuando no vivía allí, en mi ciudad la Sociedad Filarmónica, muy modesta, funcionaba muy bien. Durante la temporada entre octubre y junio había conciertos cada quince días y había un tipo de entrada en el teatro, en el gallinero, que era baratísima. Era la entrada de estudiante. Su precio no subió durante años y durante años la estuve comprando. La estuve comprando hasta siendo ya profesora, un pequeño fraude, lo admito, pero es que el que vendía las entradas me conocía desde hace mucho y nunca me preguntó ni pidió ningún carnet. Pues un día, yo tendría diecisiete años o algo menos, que hubo un concierto de violín solo. Yo ya llevaba un par de temporadas de conciertos en el currículum y muchas horas de Radio Clásica, pero lo que sucedió en ese concierto fue diferente. No recuerdo si el violinista en algún momento tuvo acompañamiento de piano, pero en la segunda parte del concierto interpretó la Chacona de la Partita nº2 BWV 1004 de Johann Sebastián Bach. Porque esta obra no es originalmente para laúd sino para violín. Los doce o quince minutos que duró la interpretación fueron una auténtica tortura. Llegué a pensar durante los dos o tres primeros minutos que el violinista seguía afinando el instrumento. Aquello no me sonó a Bach sino a Schönberg, que sigue sin ser precisamente mi compositor preferido. Nunca he comprendido del todo lo que pudo pasar. Quizá estaba cansada o con problemas aquel día, quizá la interpretación no fue buena, a mí ya me gustaba mucho J.S. Bach, pero había escuchado cantatas, la Pasión según Mateo, aun no completa, los Conciertos de Brandenburgo. Todavía no había entrado en su música más puramente música. Aún no conocía ni las Suites para Violoncello, ni las Variaciones Goldberg. Pero lo mismo que la mirada necesita educarse viendo una y otra vez obras de arte, también lo necesita el oido. Mi aprendizaje musical lo dio aquella asignatura del BUP, cuyo libro guardé durante años, y horas, cientos, miles de horas de Radio Clásica, emisora por la que durante años pende el peligro de cierre y que es uno de las pocas cosas de las que nos podemos sentir orgullosos en este país.
Pasó un tiempo, conocí otras obras de J.S. Bach, me comencé adentrar en la música antigua, en las interpretaciones con instrumentos originales como si los laúdes y el violín de Evaristo Baschenis dejaran el silencio del lienzo y empezaran a sonar. Pero fue un violinista que no interpretaba con criterios historicistas quien me devolvió las Sonatas y Partitas para violín de Bach ya para siempre: Nathan Milstein. Fue en uno de los primeros Cds que compré y conservo todavía. Sigo preguntándome que pasó aquella tarde-noche de hace tantos años, porque hoy si no tengo mucho tiempo y no voy a escuchar una sonata o partita entera, pueden adivinar que obra para violín solo de J.S. Bach pongo y no me canso de escuchar.
Johann Sebastián Bach – Ciaccona. Partita para violín solo n.º 2, BWV 1004
Sin embargo esta interpretación no es de Nathan Milstein sino de Sigiswald Kuijken. Toca un violín de Giovanni Grancino de hacia 1700. No pudo pintarlo Evaristo Baschenis pero sí alguno de sus seguidores.