Ayer, saliendo de la galería central de la planta baja del Museo del Prado, a la derecha de la puerta, ahí está colgada. Me paré unos minutos en mi trayecto hacia las salas medievales donde iba a tomar unas notas.
Finales del siglo XVI, aparentemente sencilla, un pobre establo o granero con luz sobrenatural, el Niño envuelto en el manto azul de María, el color de la eternidad y de la divinidad. Y los animales, en primer término, cercanos. No los nobles animales heráldicos, no los que son símbolo de imperios, sino los humildes trabajadores desde hace ocho mil de años, o quizá más, los que un día fueron salvajes y los fuimos convirtiendo en otros. Los que tiraron del carro y fueron uncidos al arado, los que movieron norias y ruedas de molino, los que junto a caballos, ovejas, cabras, cerdos, gallinas y patos, perros y gatos, permitieron la civilización. Esos animales, compañeros de trabajo, de los que dependió la vida humana durante siglos, y el día 17 de enero eran bendecidos. Esos animales, que en lo que fue el núcleo de nuestra civilización, la religión cristiana, fueron admitidos en la Natividad. Esos animales, a los que en este presente distópico se les ha declarado la guerra.
XIV 1. El tercer día después del nacimiento del Señor, María salió de la gruta, y entró en un establo, y deposité al niño en el pesebre, y el buey y el asno lo adoraron. Entonces se cumplió lo que había anunciado el profeta Isaías: El buey ha conocido a su dueño y el asno el pesebre de su señor.
2. Y estos mismos animales, que tenían al niño entre ellos, lo adoraban sin cesar. Entonces se cumplió lo que se dijo por boca del profeta Habacuc: Te manifestarás entre dos animales
Pseudo Evangelio de Mateo
O magnum mysterium – Tomás Luis de Victoria
O magnum mysterium
et admirabile sacramentum,
ut animalia viderent Dominum natum
jacentem in praesepio.
O beata Virgo,
cujus viscera meruerunt
portare Dominum Jesum Christum.
Alleluia!