Ahora que el Museo del Prado ha abierto todas sus salas, incluyendo mis salas preferidas de la pintura flamenca y holandesa en la tercera planta junto al Tesoro del Delfín, he pensado hacer algunas visitas a las salas y a las obras que tienen menos visitantes, esa pintura de pequeño tamaño muchas veces, que no nos cuenta historias, que no tiene grandes personajes, que representa las cosas que nos acompañan en el día a día, las cosas que amamos, le cose piccole como decía Giorgio Vasari con un punto de desprecio.
Hace años, en los inicios del bosque, comenté como tuve que llegar al Rijksmuseum de Ámsterdam en el verano de 1999 para conocer la palabra más correcta para dar nombre a la pintura de las cosas: still leven, la vida quieta, la vida silenciosa, la vida en suspensión.
En España se le llama bodegones, pero es una denominación sólo hispana que es muy restrictiva, sólo seria correcta para aquellas pinturas relacionadas con la comida y la bebida, ya sea para representar alimentos u objetos relacionados con la comida, o ambas a la vez en el mismo cuadro. En la España de los siglos XVI y XVII el bodegón era la parte de la despensa, las casas que la tenían, más oscura y fresca, donde en aquellos tiempos sin refrigeración se guardaba la manteca, el queso fresco, todos aquellos alimentos más perecederos y susceptibles de estropearse pronto. También bodegón era la taberna donde se servían comidas, esas escenas de inicios del siglo XVII de gente grosera y vulgar que tanto molestaba que se pintaran a Vicente Carducho, y que desconcertaba a Francisco Pacheco, cuyo yerno y alumno, el dotadísimo joven Diego Velázquez, pintaba siendo infiel a su maestro. Y esas escenas de figón con sus vulgares clientes tenían gran éxito en la cosmopolita Sevilla imperial de principio del siglo XVII, y seguro que le dieron sus buenos ingresos al joven Velázquez.
Bodegones en España, una denominación incorrecta o incompleta, que abarca no sólo representaciones de comida, sino de otras cosas como puede ver quien navegue por la web del Museo del Prado. Lo que si he odiado y detestado siempre es esa denominación francesa del siglo XVIII, nature morte, naturaleza muerta, horrible donde la haya, creada por ilustrados que el rayo de Zeus fulmine. Quizá ahí, en esa denominación necrófila, si que se entendería, cuando en el concepto, en el género de la naturaleza muerta, del bodegón se incluyen las vanitas. Esa si que es una naturaleza bien muerta, al menos una parte de sus elementos. Pero de las vanitas, que son otras cosas, ya hablaré en otra ocasión.
Horrible denominación que muchos siguen, que hacen de la palabra «muerta» del sintagma toda una teoría de la pintura y no dicen y escriben más que una tontería detrás de otra. ¿Cómo pueden estar «muertas» estas sandías de, que vi reunidas con otras en la exposición de Luis Meléndez de 2004?
Sandías como las de mi infancia de pulpa densa y jugosa, con sus pepitas, que viéndolas me venían al recuerdo algunos días de aquellos lejanos veranos. Hace casi dos mil años un pintor desconocido pintó un cesto de higos en la que parece que fue la villa de verano de la emperatriz Popea en Oplontis, viéndolos nos traslada a como serían aquellos veranos en una domus de la costa napolitana antes de que el Vesubio enterrara toda aquella vida un 24 de agosto o quizá un 24 de octubre del año 79.
Cómo pueden ser muerte las uvas de Juan Fernández el Labrador, nuestro Zeuxis campesino, el misterioso pintor extremeño, de una materialidad palpitante que surge de la oscuridad. Cómo pueden ser muerte los dulces que aparecen en tantas pinturas españolas, flamencas y holandesas, las empanadas saladas o dulces con su relleno visible, iniciado por la cuchara o el cuchillo en las obras de Clara Peeters, las copas de vino blanco con la transparencia del vidrio en los cuadros de Willem Claesz Heda, los reflejos de la loza o de la porcelana. Y como pueden ser muerte las flores de Juan van der Hamen, de Juan de Arellano, de Tomás Hiepes, de Jan Brueghel, porque son las flores las que me llevarán de nuevo a esas salas del Museo del Prado.
Cada uno de esos alimentos, pan y dulces, pescados y carne, frutas, hace mucho que fueron consumidos, porque dudo que en una época de escasez para la mayoría de la población dejaran que se estropeasen y pudriesen. Esas flores, que sí, que pudieron ser modelo en el cuaderno de bocetos del pintor para luego ser reproducidas en otros cuadros, existieron en un momento, fueron frescas, hermosas y vivas, y hace siglos que se marchitaron. Como también hace siglos esas copas de cristal se rompieron, y la loza de la cocina se hizo añicos, y puede que alguno de platos o jarrones de porcelana, que en España llegaban gracias a la odisea del galeón de Manila, estén en algún museo de cerámica de nuestra geografía, o como reliquia de otros tiempos en algún palacio de la nobleza con colección abierta al público. Pero para la mayoría de ellos su única existencia actual es la que puso el artista como Clara Peeters o Juan van der Hamen en sus composiciones.
Sólo los ilustrados pueden hablar de muerte en unas obras en las que cada pincelada es una celebración de la vida. De la vida humilde de los objetos que nos acompañan, que a lo largo de los siglos los seres humanos han ido creando para hacer más fácil y agradable la vida, el cambio de la aspereza de una cerámica tosca a la suavidad y belleza de la porcelana. Cómo se pueden llamar muertas a la materialidad de esas uvas que se consumieron un día frescas o que se convirtieron en vino. Cómo llamar muertas a las flores que dieron hace siglos su belleza, sus colores y perfume ante el artista que las dibujaba o pintaba para dejar una constancia de esa belleza para siempre, en una época en la que el intercambio botánico abarcaba todos los continentes.
Vida quieta, vida en suspensión, vida en silencio, naturaleza y cultura en la misma obra, cada pincelada un triunfo sobre la muerte. Naturaleza viva.
Juan Hidalgo – Peynándose estava un olmo
Peynándose estaba un olmo
sus nuevas guedejas verdes,
y se las rizava el ayre
al espejo de una fuente.
Y viéndole alegre, se iba de risa,
cayendo una fuente de cristal,
murmurando entre dientes.
Por verle galán del prado,
las flores se desvanecen,
que vanidades infunden
aún la hermosura silvestre.
Y viéndole alegre…
Continuará, si la peste del siglo XXI me permite volver al Museo del Prado.
Haciendo emperecedero lo efímero, incluso el gusto de la fruta fresca. Gracias por despertarnos para admirar esa naturaleza quieta, le piccole grandi cose.